Hay historias de personas que superaron sus desórdenes alimenticiones gracias a sus perros, y Shannon Gusy es una de ellas. Es escritora y amante de los animales. Actualmente trabaja en un libro de memorias sobre trastornos alimenticios, pitbulls, y el valor de cambiar vidas ¿Por qué? Porque luchó contra la bulimia, y a través de los perros de refugio logró abrir sus ojos y cambiar esos hábitos dañinos.
“Desde pequeña me gustaba imitar a los animales y admirarlos. Pero mi papá cayó en problemas de alcoholismo y yo no sabía que años más tarde sería bulímica. Fue a mis 17 años cuando llevé por primera vez mis dedos a mi garganta para desacerme de la comida. A los 18 años estaba muy delgada y gané un concurso gracias a eso. Me sentía en la cima.
Lo que tampoco sabía es que en cinco años estaría hospitalizada y viviendo en un centro de rehabilitación con mujeres que estaban demasiado delgadas para caminar. Durante ocho años me la pasé vomitando hasta 8 veces por noche.
Cuando cumplí 25 años, ya llevaba dos años fuera de rehabilitación, y comencé a trabajar en el departamento de marketing de una sociedad local protectora de animales. Durante la noche seguía vomitando, y durante el día me escapaba de mi escritorio para compartir con pitbulls, caniches, chihuahuas y perros callejeros de todo tipo.
Parte de mi trabajo era poner a animales adoptables en la televisión, para que los presentadores de noticias explicaran sus necesidades de adopción. Un día tuve que salvar a un pitbull de 5 meses. La hice sentir cómoda en un ambiente muy ruidoso, y se acercó a mí con cautela.
Se apoyó en mi regazo y recostó su cabeza en mi estómago. Una sonrisa apareció en mi cara. Su presencia y autenticidad, su afán de encontrar la alegría y el compañerismo la hacían genuina y era razón suficiente para que alguien la llevara a casa. Sin embargo, poco tiempo después me enteré de que fue sacrificada.
Mantuve la distancia de las personas, pues no quería que supieran lo que pasaba con mi bulimia. Pero cuando estaba con los perros, no tenía nada que ocultar. Han pasado cuatro años desde la última vez metí las manos en mi garganta.
No hace mucho, fui voluntaria en un refugio local de animales un sábado por la mañana. Allí me encontré un pit bull negro que decidí llamar Midnight. Aprendí que el cuerpo de un perro se comunica con el lenguaje más honesto que he conocido. Si un perro quiere que lo dejen solo, mantiene distancia. Si tiene miedo, tiembla. Si quiere amor, te alcanza para desmostrarlo.
También aprendí que los perros no me juzgan, ni me dan un discurso de motivación. Ellos no se apresuran a sanar o crecer. Simplemente se sientan en mi regazo, lamen mi cara y me hacen sentir la elegida. Y, a veces, me devuelven a la realidad y me hacen saber que estoy haciendo exactamente lo que digo que no puedo hacer: cambiar.“
Fuente: Salon